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Hola Maria de Mar
a mi me gustan varios géneros muy dispares entre sí.
desde psicología a vampirismo,históricas como mencionas.
odio la novela rosa y de detectives en general,pero por cierto hace ya bastante que no leo
36
En la biografía que consagra al poeta Georges Perros, Jean-Marie Gibal cita
esta frase de una estudiante de Rennes, donde Perros enseñaba:
[Perros) llegaba el martes por la mañana en su oxidada moto azul, desgreñado
por el viento y el frío. Encorvado, dentro de un gabán marinero, con la pipa en la boca
o en la mano. Vaciaba sobre la mesa un morral de libros. Y esa era la vida.
Quince años más tarde, la maravillosa maravillada sigue hablando de él. Con la
sonrisa inclinada sobre la taza de café, reflexiona, recupera poco a poco sus recuerdos,
y después:
— Sí, era la vida: una media tonelada de libros viejos, pipas, tabaco, un
ejemplar de France-oir o de L 'Equipe, llaves, libretas, facturas, una bujía de su moto.
De ese fárrago sacaba un libro, nos miraba, soltaba una risa que nos abría el apetito, y
empezaba a leer. Caminaba mientras leía, con una mano en el bolsillo y la otra, la que
sostenía el libro, un poco extendida, como si, leyéndolo, nos lo ofreciera. Todas sus
lecturas eran regalos. No nos pedía nada a cambio. Cuando la atención de uno o una
de nosotros flaqueaba, dejaba de leer por un segundo, miraba al soñador y silbaba
quedo. No era una amonestación, era un alegre llamamiento a la conciencia. Nunca
nos perdía de vista. Hasta en lo más profundo de su lectura nos miraba por encima de
las líneas. Tenía una voz sonora y luminosa, un poco enfurtida, que llenaba por
completo el ámbito de la clase, como hubiera llenado un anfiteatro, un teatro, el campo
de Marte, sin pronunciar nunca una palabra atropelladamente. Tomaba por instinto la
medida del espacio y de nuestros cerebros. Era la caja de resonancia natural de todos
los libros, la encarnación del texto, el libro hecho hombre. A través de su voz
descubríamos de pronto que todo eso había sido escrito para nosotros. Este
descubrimiento venía a ocurrir después de una interminable escolaridad en la que la
enseñanza de la literatura nos había mantenido a distancia respetuosa de los libros.
¿Qué hacía entonces él más que los otros profesores? Nada más. En ciertos
aspectos, incluso mucho menos. Era sólo que no nos entregaba la literatura con
cuentagotas analítico, nos la servía en generosas copas desbordantes... y nosotros
comprendíamos todo lo que nos leía. Lo entendíamos. Ninguna explicación más
luminosa de un texto que el sonido de su voz cuando anticipaba la intención del autor,
revelaba un subentendido, develaba una alusión... Él hacía imposible el contrasentido.
Era del todo inimaginable, después de haberle oído leer La doble inconstancia,
continuar diciendo estupideces sobre el discreteo y vistiendo de rosa las muñecas
humanas de ese teatro de la disección. A donde nos introducía la precisión de su voz
era a un laboratorio, a una vivisección a donde nos invitaba la lucidez de su dicción.
Sin embargo no exageraba en esa dirección y no convertía a Marivaux en la
antecámara de Sade. Lo que no obsta para que durante todo el tiempo que duraba su
lectura tuviésemos la sensación de ver un corte de los cerebros de Arlequín y de
Silvia, como si nosotros mismos fuéramos los ayudantes de laboratorio de esa
experiencia.
Nos daba una hora de clase por semana. Esa hora se parecía a su morral: un
trasteo. Cuando nos dejó al fin del año hice mis cuentas: Shakespeare, Proust, Kafka,
Vialatte, Strindberg, Kierkegaard, Molière, Beckett, Marivaux, Valéry, Huysmans, Rilke,
Bataille, Gracq, Hardellet, Cervantes, Laclos, Cioran, Chejov, Henri Thomas, Butor...
Los cito en desorden y olvido otros tantos. ¡En diez años yo no había oído hablar de la
décima parte!
Nos hablaba de todo, nos leía todo, porque no suponía que tuviésemos una
biblioteca en la cabeza. Era el grado cero de la mala fe. Nos tomaba por lo que éramos,
jóvenes bachilleres incultos que merecían saber. Y no era asunto de patrimonio
cultural, de sagrados secretos pegados a las estrellas; con él los textos no caían del
cielo, los recogía del suelo y nos los daba a leer. Todo estaba allí, alrededor de
nosotros, hirviente de vida. Recuerdo nuestra decepción al principio, cuando abordó
los grandes, aquellos de quienes nuestros profesores nos habían por lo menos
hablado, los pocos que imaginábamos conocer bien: La Fontaine, Molière... En una
hora habían perdido su status de divinidades escolares para volvérsenos íntimos y
misteriosos —es decir, indispensables. Perros resucitaba a los autores. Levántate y
anda: de Apollinaire a Zola, de Brecht a Wilde, volvían todos a nuestra clase, vivos y
coleando, como si saliesen de donde Michou, el del café del frente. Café en donde a
veces nos ofrecía un medio tiempo suplementario. Y no porque representara el papel
de profesor-compañero. Ese no era su estilo. Proseguía buenamente lo que él llamaba
su "curso de ignorancia". Con él la cultura dejaba de ser una religión de Estado y el
mostrador del bar se volvía una cátedra tan respetable como un estrado. Nosotros
mismos al escucharlo no sentíamos el deseo de entrar a la vida religiosa, de tomar los
hábitos del saber. Nos daban ganas de leer, y sanseacabó... A partir del momento en
que se callaba nosotros desvalijábamos las librerías de Rennes y de Quimper. Y
mientras más leíamos, más ignorantes en efecto nos sentíamos, solos sobre la playa
de nuestra ignorancia y frente al mar. Sólo que con él no nos daba miedo mojarnos.
Nos zambullíamos en los libros sin perder el tiempo en chapoteos friolentos. No sé
cuántos de nosotros llegaron a ser profesores... No muchos, sin duda, y tal vez sea
una lástima en el fondo porque, como quien no quiere la cosa, nos legó un bello deseo
de trasmitir. Pero de trasmitir a los cuatro vientos. Él, que se burlaba de la enseñanza,
soñaba medio en broma con una universidad itinerante:
—Si uno se paseara un poco... si uno fuera a reencontrarse con Goethe en
Weimar, a poner de vuelta y media a Dios con el bueno de Kierkegaard, a devorarse
Las noches blancas en la perspectiva Nevski...
Pennac, D. (1997) Como una novela, Colombia, Grupo Editorial Norma. (Fragmento)
Tal vez un montón de libros sea la vida, pero según cómo una tertulia (sobre libros) puede ser la muerte (de los libros).
A.
Maria del Mar dijo:A:
Leer es vida en estado puro. Pocos saben hacerlo. Hubiese querido participar en tertulias con personas cultivadas. Por supuesto como espectadora. He participado ( hace años ) escuchando discusiones sobre historia, personas y libros. Es un sueño perdido y un placer compartirlo. Nunca es tarde quizas algun dia. Alexander dijo:36
En la biografía que consagra al poeta Georges Perros, Jean-Marie Gibal cita
esta frase de una estudiante de Rennes, donde Perros enseñaba:
[Perros) llegaba el martes por la mañana en su oxidada moto azul, desgreñado
por el viento y el frío. Encorvado, dentro de un gabán marinero, con la pipa en la boca
o en la mano. Vaciaba sobre la mesa un morral de libros. Y esa era la vida.
Quince años más tarde, la maravillosa maravillada sigue hablando de él. Con la
sonrisa inclinada sobre la taza de café, reflexiona, recupera poco a poco sus recuerdos,
y después:
— Sí, era la vida: una media tonelada de libros viejos, pipas, tabaco, un
ejemplar de France-oir o de L 'Equipe, llaves, libretas, facturas, una bujía de su moto.
De ese fárrago sacaba un libro, nos miraba, soltaba una risa que nos abría el apetito, y
empezaba a leer. Caminaba mientras leía, con una mano en el bolsillo y la otra, la que
sostenía el libro, un poco extendida, como si, leyéndolo, nos lo ofreciera. Todas sus
lecturas eran regalos. No nos pedía nada a cambio. Cuando la atención de uno o una
de nosotros flaqueaba, dejaba de leer por un segundo, miraba al soñador y silbaba
quedo. No era una amonestación, era un alegre llamamiento a la conciencia. Nunca
nos perdía de vista. Hasta en lo más profundo de su lectura nos miraba por encima de
las líneas. Tenía una voz sonora y luminosa, un poco enfurtida, que llenaba por
completo el ámbito de la clase, como hubiera llenado un anfiteatro, un teatro, el campo
de Marte, sin pronunciar nunca una palabra atropelladamente. Tomaba por instinto la
medida del espacio y de nuestros cerebros. Era la caja de resonancia natural de todos
los libros, la encarnación del texto, el libro hecho hombre. A través de su voz
descubríamos de pronto que todo eso había sido escrito para nosotros. Este
descubrimiento venía a ocurrir después de una interminable escolaridad en la que la
enseñanza de la literatura nos había mantenido a distancia respetuosa de los libros.
¿Qué hacía entonces él más que los otros profesores? Nada más. En ciertos
aspectos, incluso mucho menos. Era sólo que no nos entregaba la literatura con
cuentagotas analítico, nos la servía en generosas copas desbordantes... y nosotros
comprendíamos todo lo que nos leía. Lo entendíamos. Ninguna explicación más
luminosa de un texto que el sonido de su voz cuando anticipaba la intención del autor,
revelaba un subentendido, develaba una alusión... Él hacía imposible el contrasentido.
Era del todo inimaginable, después de haberle oído leer La doble inconstancia,
continuar diciendo estupideces sobre el discreteo y vistiendo de rosa las muñecas
humanas de ese teatro de la disección. A donde nos introducía la precisión de su voz
era a un laboratorio, a una vivisección a donde nos invitaba la lucidez de su dicción.
Sin embargo no exageraba en esa dirección y no convertía a Marivaux en la
antecámara de Sade. Lo que no obsta para que durante todo el tiempo que duraba su
lectura tuviésemos la sensación de ver un corte de los cerebros de Arlequín y de
Silvia, como si nosotros mismos fuéramos los ayudantes de laboratorio de esa
experiencia.
Nos daba una hora de clase por semana. Esa hora se parecía a su morral: un
trasteo. Cuando nos dejó al fin del año hice mis cuentas: Shakespeare, Proust, Kafka,
Vialatte, Strindberg, Kierkegaard, Molière, Beckett, Marivaux, Valéry, Huysmans, Rilke,
Bataille, Gracq, Hardellet, Cervantes, Laclos, Cioran, Chejov, Henri Thomas, Butor...
Los cito en desorden y olvido otros tantos. ¡En diez años yo no había oído hablar de la
décima parte!
Nos hablaba de todo, nos leía todo, porque no suponía que tuviésemos una
biblioteca en la cabeza. Era el grado cero de la mala fe. Nos tomaba por lo que éramos,
jóvenes bachilleres incultos que merecían saber. Y no era asunto de patrimonio
cultural, de sagrados secretos pegados a las estrellas; con él los textos no caían del
cielo, los recogía del suelo y nos los daba a leer. Todo estaba allí, alrededor de
nosotros, hirviente de vida. Recuerdo nuestra decepción al principio, cuando abordó
los grandes, aquellos de quienes nuestros profesores nos habían por lo menos
hablado, los pocos que imaginábamos conocer bien: La Fontaine, Molière... En una
hora habían perdido su status de divinidades escolares para volvérsenos íntimos y
misteriosos —es decir, indispensables. Perros resucitaba a los autores. Levántate y
anda: de Apollinaire a Zola, de Brecht a Wilde, volvían todos a nuestra clase, vivos y
coleando, como si saliesen de donde Michou, el del café del frente. Café en donde a
veces nos ofrecía un medio tiempo suplementario. Y no porque representara el papel
de profesor-compañero. Ese no era su estilo. Proseguía buenamente lo que él llamaba
su "curso de ignorancia". Con él la cultura dejaba de ser una religión de Estado y el
mostrador del bar se volvía una cátedra tan respetable como un estrado. Nosotros
mismos al escucharlo no sentíamos el deseo de entrar a la vida religiosa, de tomar los
hábitos del saber. Nos daban ganas de leer, y sanseacabó... A partir del momento en
que se callaba nosotros desvalijábamos las librerías de Rennes y de Quimper. Y
mientras más leíamos, más ignorantes en efecto nos sentíamos, solos sobre la playa
de nuestra ignorancia y frente al mar. Sólo que con él no nos daba miedo mojarnos.
Nos zambullíamos en los libros sin perder el tiempo en chapoteos friolentos. No sé
cuántos de nosotros llegaron a ser profesores... No muchos, sin duda, y tal vez sea
una lástima en el fondo porque, como quien no quiere la cosa, nos legó un bello deseo
de trasmitir. Pero de trasmitir a los cuatro vientos. Él, que se burlaba de la enseñanza,
soñaba medio en broma con una universidad itinerante:
—Si uno se paseara un poco... si uno fuera a reencontrarse con Goethe en
Weimar, a poner de vuelta y media a Dios con el bueno de Kierkegaard, a devorarse
Las noches blancas en la perspectiva Nevski...
Pennac, D. (1997) Como una novela, Colombia, Grupo Editorial Norma. (Fragmento)
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