Esta noche vino Chile a casa. No el país entero, claro. Moreno, ojos negros; su sonrisa llegaba de oreja a oreja y su cuerpo me dio el calor que necesitaba. Sí, hablo de un hombre hermoso, tan bello como la luna llena que lucía en los cielos negros y fríos de la ciudad.
Solemos quedar de vez en cuando para hablar, escuchar música, reír y, porque no decirlo, follar. Pero esta noche ha sido especial. Los gestos, las formas, las maneras, las sonrisas y las risas, los gustos, los aromas, las formas y las palabras me han hecho sentir que estaba vivo, que era capaz de sentir y hacer sentir.
Ha habido un momento en el que la tensión ha llegado al máximo, y no hablo de nada orgásmico. De repente me comenta que la última vez que estuvo en casa ya notó que tenía cortes en los brazos. Lo ha dicho con una voz amable, sin juicios, sin que nada imaginara una despedida. No la ha habido. Y de repente ha surgido el tema, Se ha comentado con cariño, me ha rozado los brazos con dulzura, me ha besado y hemos seguido como si nada pasara.
Evidentemente me he puesto a llorar. No es habitual en mí que se me trate así. Ha sido un instante, unos minutos quizás que han servido para que un abrazo cálido me devolvieran a la realidad del momento.
En fin, una experiencia preciosa que quisiera recordar en los instantes oscuros -tantos- que me atenazan y que sea capaz de recordarme que hay gente a la que le gusto, con la que se siente feliz a mi lado.
La luna sigue brillando, llena, guapa, en la oscuridad de la noche, rodeada de estrellas. Y yo pletórico, sigo sin saber cómo gestionar esto. Límites, así son los límites. O quizás ya la Locura.
De todas las maneras ahí queda eso.
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