Abrir los ojos y notar el olor a café; sentir las sábanas deshechas en una noche lujuriosa y febril de deseos cumplidos, sin culpa, persiguiendo los finales. Abrir los ojos con el aroma de la cafeína y una voz que te sabe a invitación al desayuno; oír el sonido suave y salvaje de la ducha que te sigue arrastrado de la cama hacia la vida que empieza a vestirse mientras intentas no mirarla a la cara… y ese cuerpo desnudo cubierto de agua y de jabón que te invoca, y los rayos del sol invicto que te enternecen junto la música de Zaz que juega con las manos de aquél que con la espuma embadurna su cuerpo fibrado, esperando la lluvia de gotas que le libren del sudor obtenido a golpe de deseo en una noche que desearías eterna, sin retorno.
Emprender, de nuevo la partida hacia ninguna parte con partículas que no son de agua ni de aquella humedad que añoras mientras el silencio encarnado convierte en ectoplasma algún fantasma que sigue persiguiéndote en las lúgubres noches de la aurora.
El olor a café y el sabor a menta de su lengua cuando te penetra en la boca como el viento del poniente al soplar en las cálidas tardes del agosto, cuando las puertas se cierran y las ventanas se entornan para recoger lo mejor en el interior de lo sellado y un aliento del recuerdo para volver quizás, en las malditas noches sin estrellas, cuando la oscuridad se adueña de todo y las providencias marchan a recorrer con Hécate las regiones ignotas aún no conocidas por la razón y la memoria. Es el tiempo que avanza y tú no puedes detenerlo.
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