Durante la última semana he estado sumergido hasta las cejas en Freud. El crepúsculo de un ídolo, último libro de Onfray presentado como la enésima puñalada definitiva contra el psicoanálisis, la bomba H final que arrasaría para siempre esa odiosa disciplina que tanto molesta a las TCC y, por el camino, a su séquito de crípticos y cándidos seguidores. En primer lugar, debo reseñar que Onfray es un enemigo notabilísimo y que cualquier simpatizante del psicoanálisis más o menos inquieto debería batirse el cobre contra su texto en un arriesgado cuerpo a cuerpo. Seguro que mis colegas más dotados escribirán más y mejor sobre/contra las tesis de Onfray, pero por mi parte, no puedo dejar de publicar unas brevísimas notas al hilo de lo leído.
Onfray parece partir de una extraña hipótesis: Freud es un filósofo que genera una técnica -el psicoanálisis- cuya validez se agota en... el propio Freud. De hecho, se diría que todo el corpus psicoanalítico no es sino un esfuerzo para que la psique del doctor vienés no estallara en miles de pedazos. De ahí, por ejemplo, la supuesta universalidad del Edipo. Ahora bien, Onfray olvida que su propio texto comienza confesando que la obra de tres autores (Marx, Nietzsche... y el propioFreud) configuraron su estructura mental después de una experiencia traumática de corte religioso-sexual. De hecho, con una voluntad marcadamente irónica, Onfray escribe: "¿Se aprecia alguna vez hasta qué punto las ideas de un filósofo pueden producir efectos sobre la existencia futura de un joven lector?" (p. 21). Ironía que no es tal, sin duda, ya que Onfray admite que las palabras escritas en esos libros, de alguna manera imprecisa -¿pensamiento mágico?- le guiaron hacia lo que es. Yo mismo podría poner aquí mi propio ejemplar del Zaratustra que leí y llené de -sonrojantes- apostillas cuando cumplí los 17. Con lo que él mismo -y los estudiantes para los que el verbo freudiano resultaba mucho más personal y excitante que "el imperativo kantiano o el superhombre nietzscheano" (p. 24)- afirma haberse sentido tocado por la obra freudiana... para luego acabar resumiendo que el psicoanálisis sólo fue útil para su creador. Extraña contradicción.
Onfray, pese a lo que pueda parecer, no aporta ni una sóla crítica nueva al psicoanálisis. Su mérito -que sin duda lo tiene- ha sido más bien recopilar, ordenar, redactar cuidadosamente y generar un discurso retórico potente -una "palabra eficaz" de esas de las que el propio autor parece desconfiar- con todos los lugares comunes, los secretos de alcoba y las miserias del padre fundador. Y, hablando de padres, resulta curioso que Onfray critique a Freud por luchar contra su figura paterna, en un libro destinado a... derrumbar la figura paterna total del psicoanálisis. Pero, al margen de eso, es una lástima que no maneje las últimas referencias bibliográficas con respecto a la inútil discusión del psicoanálisis como ciencia o de las relaciones entre inconsciente y dinero. Un libro como Sigmund Freud: Partes de guerra de John Forrester encara casi toda la problemática del volúmen de Onfray, sin su talento retórico... pero con una notable capacidad de síntesis. De hecho, sería interesante contar cuántas de las casi 500 páginas que componen la versión española del Anti-Freud no son sino repeticiones, vueltas sobre lo mismo, enumeraciones interminables que pretenden darle una cierta verosimilitud -fíjense ustedes, se me amontonan las pruebas-, convirtiéndose al final en un trabajo que, sintetizado y sin los "excursos personales del autor" -francamente, sigo sin entender por qué se siente obligado a confesar los gustos pederastas de los curas, por no hablar de la risible defensa de un tipo como Reich, que ni siquiera le dura al autor tres páginas (p. 449-451)- no pasaría de los tres centenares. El problema con Reich demuestra cómo trabaja el autor: Onfray nada dice de auténticas supercherías como la Energía Orgónica o sus Cajas del Orgón, sino que convierte al bueno de Wilhlem en algo así como un mártir marxista por la revolución sexual.
Al comenzar su trabajo,Onfray guarda silencio sobre sus motivaciones reales a la hora de escribir este libro. De hecho, habrá que esperar hasta la página 461, en el apartado bibliográfico (al que sin duda no acudirá el lector medio), para descubrir que su caída del caballo, su iluminación antifreudiana vino dada nada menos que por el famoso Libro negro del psicoanálisis. Lamentablemente, semejante fallo de sinceridad -semejante boquete en la "declaración de intenciones" inicial- le hurta al lector toda la orientación sobre las motivaciones del propio Onfray. De una manera absolutamente tramposa y reduccionista, el autor cita el lamentable Anti-livre noir editado por losmilleristas como la "respuesta del psicoanálisis", cuando centenares de psicoanalistas de las más variadas escuelas -empezando por el propio Zizek, que demuestra la verdadera intención ideológica represiva del Libro negro en su En defensa de causas perdidas- ya han demostrado sus garrafales errores. Por supuesto, Onfray se cuida muy mucho de citar su hermano mellizo: El libro negro del comunismo. Si se hubiera molestado en manejar la bibliografía actualizada con respecto a ciertos problemas que despacha en su libro con demasiada rapidez -por ejemplo, los "cinco análisis" de Freud- sabría que los casos se siguen trabajando, psicoanalítica pero también históricamente. Por poner un simple ejemplo, cada vez parece más claro que El Hombre de los Lobos está en realidad vinculado con el artículo Pegan a un niño, y nada tiene que ver con la figura de Anna Freud, como Onfray parece sugerir. Remitimos a los últimos trabajos de Jesús González Requena al respecto.
Más allá de todos los fallos (y los aciertos) que el autor despliega durante gran parte del texto, nos parece que su quinta parte (Ideología: La revolución conservadora) es, simple y llanamente, una manipulación total. Podríamos empezar remitiendo a la izquierda lacaniana de Jorge Alemán -mucho más compleja, activa y actualizada que Marcuse, todo hay que decirlo-, pero me atreveré a enfrentarme a Onfray en otro terreno más pantanoso. Durante una notable cantidad de páginas, el francés parece decepcionado, enfurecido,indignado -nótese el matiz irónico con el que introduzco el verbo- con un Freud anti-ilustrado que no cree en la humanidad, no-pacifista, cenizo, deprimente y depresivo, dominado por el sufrimiento, un Freud para el que el hombre es un error cósmico y la humanidad un fracaso, para el que las tesis pacifistas de Einsten son una pura tontería. En un momento de dulce candidez revolucionaria, Onfray llega a escribir: "El pesimismo trágico prohibe el optimismo social" (p. 413). Sin embargo, el autor en ningún momento explica por qué Freud está equivocado, dónde encuentra él esas pruebas fabulosas para creer en el ser humano, de dónde surge, hacia dónde va, cuáles son los intereses del "optimismo social". Y así, Onfray se hermana con Bauman y con otros autores postmodernos que lloran, se golpean en el pecho, se quejan de la falta de ilusiones, esperanzas, valores, compromisos... pero se niegan en redondo a poner en negro sobre blanco de manera real cuáles son esos compromisos y cómo podemos acometerlos políticamente. Eso, por lo visto, no compete al filósofo ni al sociólogo. Síndrome 15M: Todo por la puesta en escena, nada sobre la solución política real. Incluso el Zizek político -con el que disto mucho de coincidir- se atreve a dar una (discutible, pero impresa) lista de acciones políticas, soluciones, marcas ideológicas, discute con sus oponentes, pone en claro, se arriesga. Puede estar equivocado, pero se arriesga.
Onfray no. Onfray simplemente dice que Freud era un cenizo, un antifilósofo, pero no explica por qué debemos confiar ni en el hombre ni en el "optimismo social", y lo que es peor, se niega a debatir con todos los que suscribimos letra por letra los capítulos más oscuros de El malestar en la cultura y, sobre todo, Más allá del principio del placer. Por mi parte, creo en esa visión del mundo negativa, errada, mundo pulsional que no puede escapar ni de la muerte, ni de la guerra, ni del sufrimiento. Y, sobre todo, me niego en redondo a pensar que ningún tipo de institución política pueda/deba meterse o regular mi coto particular de deseo -esto es, de dolor. Y sigo con absoluta cercanía a ese Freud que piensa que "la masa es bárbara, intolerante, brutal" o que "el hombre es naturalmente malo y ninguna revolución podría hacerlo bueno; la desigualdad no depende de una historia o de una economía sobre las cuales se pueda actuar, sino de la naturaleza, contra la cual no se puede hacer nada" (pps. 432-433). Y Onfray, además de sentirse indignado por semejante postulado, no hace absolutamente nada por desactivarlo. Defiendo -y defenderé- que el gesto más noble de la cultura cinematográfica de este 2011 que termina ha sido el plano final de Melancolía.
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Soy consciente de que me dejo muchas cosas en el tintero: el intento de "provocar" a las masas con las habituales historias de alcoba entre Freud y su cuñada, la vieja historia en la que Anna Freud se hizo lesbiana por culpa de su padre -¿acaso cabe algo más conservador?-, el psicoanálisis como secta, la negación de la cura, y cómo no, el uso de la hagiografía de Ernest Jones como objeto de tiro al blanco -hurtando al lector, queda dicho, que la fuente de la "conversión" de Onfray fue nada menos que el Libro negro...
En cualquier caso, y me gustaría cerrar con la misma idea que planteé al principio, hay que leer el libro de Onfray. Como bien me dijo hace años uno de mis maestros: "Hay libros que te llevan a rincones oscuros y te intentan robar la cartera". El filósofo francés es un experto caco, un buenísimo escritor, un retórico brutal. Y, sin embargo, la careta ideológica -su "buen rollismo social", su crítica religiosa, su pose provocadora de manual, su Épater la bourgeoisie en pleno 2011, su Freud Real Ya- le impide darse cuenta de que, en el fondo, escribe para su autopromoción, y no tanto contra el psicoanálisis.
Artículo sugerido por Rodrigo Córdoba Sanz. Psicólogo y Psicoterapeuta. Zaragoza: 653 379 269